- ¡Atenea! –gritó.
El
lamento chocó contra las paredes vacías del templo. Su eco fue la única
respuesta que obtuvo. Subió las escaleras del lugar extendiendo los brazos,
ofreciéndose ella misma como sacrificio.
- ¿Qué más quieres
de mí? –preguntó al aire- He hecho todo cuanto me has pedido y lo único que yo
quería me ha sido negado.
Siguió
subiendo, sollozando. Observando a la implacable figura pétrea que la miraba
con superioridad desde las alturas.
- Llévame también a
mí. –susurró- Por favor.
Cayó
de rodillas junto a la enorme construcción que simbolizaba a la diosa Atenea.
Jamás había conseguido una palabra suya en el templo, pero hacía demasiado que
no se le aparecía, y necesitaba terminar con todo.
Miró
de nuevo arriba, buscando los ojos que prácticamente no alcanzaba a ver del
rostro humano y divino a la vez.
Tal
vez se lo imaginó, o tal vez era el deseo de una respuesta, pero pudo sentir la
mirada de la estatua descendiendo hasta ella. Cambiando sus ojos de posición
sin hacer el menor ruido.
Quiso
pensar que su súplica silenciosa había dado resultado. Del casco de la imagen
se desprendió un fragmento que descendió por todo el cuerpo hasta ella. Era una
pieza afilada, tan grande como una punta de lanza.
Ella
la tomó entre sus manos y respiró con dificultad al notar la boca completamente
seca. De todo cuanto había hecho, sin duda iba a ser éste el acto que mayor
valor requiriese. Cerró los puños con fuerza alrededor de la roca y en un golpe
secó la alojó para siempre en lo más profundo de su pecho.
Un último
suspiro, y un último latido. Su cuerpo se desplomó en el suelo mientras su alma
se desprendía de él. Abandonando este mundo para renacer en el lugar en que la
diosa la esperaba.
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