Según la tradición japonesa, un
hilo rojo invisible conecta a aquellos destinados a encontrarse a pesar del
tiempo y el lugar. El hilo se puede estirar, contraer o enredar, pero nunca se
romperá...
Aquella mañana el hilo apretaba
con fuerza su meñique. Tanto que podía sentir cómo la sangre prácticamente
había dejado de circular. Supuso que a ella le ocurría lo mismo al ver su cara
de preocupación.
Durante años habían omitido los
tirones de los hilos. Querían creer que antes o después el dolor desaparecería
y solo quedarían ellos. Pero no había sido así. Sus destinos estaban sellados
con otras personas. No le cabía en la cabeza el motivo que habían tenido los
dioses para decidir que no estaban hechos el uno para el otro. Cómo habían sido
tan insensibles para unir sus vidas a las de extraños que debían encontrar en
ellos el otro extremo de su hilo.
Se acercó a ella con cariño, como
cada día. La estrechó entre sus brazos e intentó besarla, pero ella rechazó su
contacto. Por primera vez desde que se conocían, ella le mostraba rechazo.
Sintió romperse algo en su interior. Una parte de ella que siempre lo acompañó
y ahora se desvanecía.
Se apartó un poco extrañado por
aquella actitud. Ella simplemente alzó una mano. Mostró su dedo meñique con un
trozo de hilo ajado. Cortado y pintado de negro.
Él frunció el ceño tratando de
comprender.
Ya no estaba. El otro extremo
había desaparecido. En sus ojos adivinaba la culpa por haber privado de
felicidad a otro ser.
Ella lo miró, diciendo con los
ojos lo que no se atrevía a poner en palabras. Su deber era buscar a la mujer
que aguardaba al otro lado.
El silencio se hizo insoportable,
interminable. Sabía lo que tenía que hacer, pero llevaba tanto tiempo luchando
contra ello que solo pensarlo le revolvía las entrañas.
Caminó apenas cuatro pasos en
dirección contraria a ella, decidido a dar una oportunidad al destino.
Entonces, una mirada fugaz se deslizó hasta ella. En su rostro aún descubría a
la niña que una vez volaba cometas junto a él. Y no pudo hacerlo.
Se llevó su propia mano atada a
los labios y depositó un suave beso sobre el nudo. Tomó aire y la determinación
más importante de su vida al mismo tiempo. Sujetó el hilo con las dos manos y
tiró con la fuerza que daba el amor verdadero.
A pesar del destino y a pesar de
la maldición, el hilo cedió y partió dejando apenas unos centímetros atados al
meñique. En el mismo momento en que ya no fue uno, el hilo se tiñó de color
negro apagado.
Él tomó la mano de ella y como
pudo realizó un nuevo nudo con los pequeños trozos de hilo que adornaban sus
dedos. Sellando por fin la unión que debió existir desde su nacimiento.
En un lugar no demasiado lejos,
una mujer sintió un pinchazo en su pecho. El lugar donde otro hilo rojo se
rompió y se tiñó de negro, dejando a su dueña sola eternamente…
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