Las
calles descansaban en la noche del bullicio y el ajetreo del día. El silencio
solo se quebraba con el sonido de los tacones al caminar. Alira paseaba sin un
rumbo fijo. Parecía una mujer segura de sí misma. Joven y fuerte.
Su
vestimenta compuesta por una minifalda negra de cuero, una camiseta roja muy
ajustada, y unas botas de tacón haciendo juego, ayudaban a crear esa imagen de
mujer independiente. Aunque hasta la persona más valiente puede llegar a sentir
terror.
De
pronto sus tacones no eran el único sonido de la noche. Otros pasos se unieron
a su caminar, cada vez más cerca y más ligeros. Ella apretó el paso tratando de
controlar su respiración. Lo peor que podía hacer era dejar que su perseguidor
sintiera la ventaja que tenía en sus emociones.
Alira
callejeó sin mirar atrás. Conocía la ciudad como la palma de su mano, y lo más
seguro era que quien fuera tras ella no lograra seguir su pista.
O eso
creía.
Alira
se detuvo para intentar recobrar el aliento. Se apoyó contra una pared y cerró
los ojos empezando a relajarse. De repente, una mano atrapó su boca y un fuerte
brazo su cadera. Alira abrió los ojos aterrada por el contacto del ser que
tenía frente a ella.
Un
hombre de mediana edad apretaba su cuerpo contra el suyo. Olía a una mezcla de
alcohol y sudor. Su ropa estaba sucia y su rostro mostraba cicatrices y una
barba de varios días.
-
Jim, hoy es tu día de suerte. – dijo el hombre para sí
mismo mientras se restregaba contra Alira.
-
Déjame en paz. – determinó Alira con una frialdad fingida.
Jim
sonrió al tiempo que introducía una mano bajo la falda de Alira. Ella intentó
escapar de él sin conseguirlo. Forcejearon y le propinó un golpe fuerte con la
rodilla en el estómago. Lejos de echarse atrás, Jim empujó a Alira haciendo que
cayera al suelo. Jim se abalanzó sobre ella y la inmovilizó con sus brazos y
piernas.
Alira
gritó sin dejar de luchar, pero el sonido se disipó en el aire. Nadie acudió a
socorrerla. Jim trataba de bajarse los pantalones con una mano, pero la batalla
con Alira hacía que no pudiera maniobrar. Entonces terminó la ofensiva con un
puñetazo en la mandíbula de la chica. El sonido de los huesos quebrándose fue
el resultado de la fuerza del golpe.
Alira
quedó en estado de shock por el dolor
que sentía. Ya no podía pelear por su integridad. Se encontraba a merced de
aquel hombre que había empezado a tocar su cuerpo sin ningún reparo.
Jim
desnudó su cintura y levantó la falda de Alira. La penetró sin fingir algo de
compasión. Estaba disfrutando del momento, aún más escuchando los sollozos de
ella. Tanto se abstrajo en su cometido, que no cayó en la cuenta de que Alira
había dejado de llorar.
La
mandíbula rota crujió hasta colocarse en su lugar, y Alira empezó a reír a
carcajada limpia mientras Jim seguía forzándola. Jim se detuvo ante la nueva
situación, no alcanzaba a comprender qué estaba ocurriendo.
-
Estás loca. – dijo Jim entre jadeos.
Alira
dejó de reír y clavó la mirada en él. Sus ojos se habían vuelto rojos y
brillaban en la oscuridad. Jim sintió un dolor agudo en la entrepierna, un
ardor indescriptible. Trató de salir de Alira, pero no podía, estaba atrapado
en su interior.
-
Termina, malnacido. – escupió Alira entre dientes.
El
sufrimiento se hizo patente en el rostro de Jim mientras intentaba obedecer a
Alira. El dolor era insoportable. Cada movimiento, cada segundo que pasaba sin
poder abandonar el cuerpo de Alira suponía un tormento.
Consiguió
eyacular entre lágrimas y sudor por el esfuerzo. Por fin pudo salir de ella y
comprobar con sus ojos lo que había sentido. Su pene ardía en carne viva,
ensangrentado.
Alira
se incorporó y se colocó la ropa, sonriente, como si todo fuera un juego. Se
atusó el pelo y se retocó el maquillaje con los útiles que guardaba en su
bolso. Cuando terminó de recomponerse miró a Jim, que todavía estaba tirado en
el suelo, y soltó un suspiro cansado. Agarró al hombre por el pelo y lo levantó
con facilidad.
-
Vamos, Jimy, vas a dar el paseo de tu vida.
El
castillo se alzaba imponente en medio de la nada. Cualquiera se sentía diminuto
al ponerse ante la puerta. Alira se detuvo. Jim, que caminaba más por inercia
que por necesidad, cayó de rodillas junto a los tacones de ella. Alira golpeó
tres veces. La puerta se abrió sin nadie al otro lado. Antes de cruzar el
umbral, Alira dio una patada a Jim en la espalda para obligarle a moverse. Él
obedeció ya rendido y se internó en el lugar profundo y oscuro como el
infierno.
Atravesaron
varias salas vacías hasta llegar a un enorme salón en cuyo centro descansaba un
trono de piedra. Frente al trono, tres hombres y una mujer aguardaban en
silencio. Alira y Jim se colocaron junto al resto del grupo y esperaron. Jim
miró de soslayo a las personas que tenía a su lado. Dos de los hombres
temblaban como hojas. Estaban heridos y temían lo que pudiera pasar allí, igual
que él. Sin embargo la mujer y el otro hombre tenían una expresión serena y se
mostraban confiados, al igual que Alira.
-
Bianca, Luca. – dijo Alira con un leve gesto de la cabeza,
a modo de saludo.
-
¿Qué has traído, Alira? Está a punto de mearse en los pantalones.
– dijo Bianca con sorna.
-
¿Qué has traído tú?
-
Ladrón reincidente. – volvió a decir con superioridad.
-
Uf, menudo triunfo. – le espetó Alira.
-
Asesino. – comentó Luca sin que nadie le preguntara.
-
Está claro. – dijo Alira señalando la camiseta agujereada
de Luca.
-
Mierda. – dijo el chico, que se quitó la camiseta de
inmediato y le dio la vuelta para ocultar los rotos.
Luca
y Bianca miraron a Alira esperando una respuesta.
-
Violador. – dijo sin más.
-
Bravo. – dijo Luca.
-
Vaya, - dijo Bianca fingiendo sorpresa – antes eras la putita
del jefe, ahora solo eres una putita.
Alira
estuvo a punto de lanzarse contra Bianca, pero una voz procedente de las
sombras la detuvo.
-
Basta, señoritas. No me gustan las peleas.
Alira
y Bianca bajaron la mirada. Los tres hicieron una reverencia mostrando respeto
hacia la voz.
Un
hombre salió de las sombras. Era alto y extremadamente guapo. Tenía el pelo
rubio platino y los ojos azules como el mar. Su piel era pálida y suave, como
la de un recién nacido. Vestía un vaquero ceñido y una camisa blanca. Poseía un
halo de inocencia y bondad.
El
hombre se acercó a Alira, acarició su rostro con una mano y la besó
ardientemente. Luca y Bianca resoplaron.
-
¡Gabriel! – gritó Luca.
El
aludido se apartó de Alira y encaró a Luca.
-
Perdón, señor. – volvió a decir retrocediendo – Todos
hemos cumplido la misión.
-
Eso lo decido yo. – contestó Gabriel.
Gabriel
miró a los tres hombres que esperaban en un estado de nervios que saltaba a la
vista. Lanzó un suspiro cansado y miró al techo de la estancia.
-
Padre, ¿por qué me has abandonado? – preguntó sin esperar
respuesta.
-
Las calles están tan putrefactas que ya cualquiera se cree
criminal. – comentó Alira con tono triste.
-
Alira, querida, estoy tan cansado… Me consumo en este
purgatorio, y siempre tengo hambre. He perdido la fe en la humanidad.
Gabriel
suspiró de nuevo. El silencio invadió la sala, nadie se atrevía a hacer ni
decir nada.
-
Fuera. – concluyó Gabriel.
Alira,
Bianca y Luca desaparecieron al punto del lugar.
Gabriel
se desabrochó despacio la camisa, se la quitó y la colocó sobre el trono de
piedra. Cerró los ojos para concentrarse en las dos protuberancias que emergían
en su espalda.
Los
tres hombres temblaban y casi lloraban de la impotencia, viendo próximo su
final.
El
ángel batió las alas una sola vez. El aire se movió al tiempo que los hombres
se estremecían. Se precipitó tras los cuerpos humanos y dejó salir unos
colmillos largos y afilados. Uno por uno clavó sus dientes en los cráneos,
sumiéndolos en las tinieblas de la eternidad.
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