Esa puerta. La que nunca se había
abierto. Más de veinte años llevaba cerrada que ella recordara. Y todos esos
años algo le había empujado una y otra vez hasta allí, a detenerse ante la
plancha de madera.
Un susurro frío y oscuro como la
noche. Una voz de niña que la llamaba. “Sácame de aquí...” “Por favor…” “Ayúdame…”. Palabras que se sucedían, aunque no sabía si
fuera o dentro de su cabeza.
Ni siquiera la puerta tenía una
llave que encerrara el misterio, mas se sentía incapaz de atravesar el vano. Sus
abuelos en vida habían cuidado cada día de que el secreto se mantuviese a
salvo. En vida, pues la reciente muerte de su abuelo había terminado con las
barreras entre ella y la habitación oculta.
Se acercó a la puerta y giró el
pomo sin contemplaciones. Si lo hubiese pensado un segundo más no se habría
atrevido.
La habitación parecía sacada de
una foto antigua. Estaba intacta, impoluta. Con un estilo que no se
correspondía al resto de la casa. Toda de madera oscurecida por el paso del
tiempo. Telas de araña y una cadena vestían el techo y las paredes. En el
suelo, tan solo una silla con una muñeca sentada en ella.
En seguida el recuerdo de ese
mismo lugar, de esa misma muñeca asaltó su mente. Ya había estado allí, con su
madre. Siendo muy pequeña jugaban durante horas con la muñeca de trapo. Antes
de que su madre muriera. Recordó también el sonido de las cadenas tensándose.
Gritos de horror y de dolor mientras descolgaban el peso muerto de las cadenas.
Y luego la puerta.
“Ven aquí…” escuchó en una voz que parecía no
salir de ningún sitio.
Se acercó a la silla. La muñeca
fijó sus ojos en ella. Unos ojos hechos con botones, que sin embargo guardaban
más vida que los suyos propios. La
muñeca sonrió y le tendió la mano.
Quiso salir corriendo de allí, pero
no podía moverse. Algo más fuerte que su voluntad la instaba a tocar el objeto
animado.
Fue un segundo, únicamente un
segundo. Rozó con su mano la tela áspera y todo cambió. Sus ojos se nublaron y
perdió el conocimiento. Su mente no respondía.
Cuando volvió en sí, ya era tarde.
Tan solo vio su propio cuerpo alejarse, desde la oscuridad en la que se había
sumido.
Y como una muñeca de trapo se
quedó para siempre sentada en la silla. Quieta, inmóvil. Detrás de la puerta
cerrada.
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