El
roce de la piel con el metal hizo que su cuerpo se estremeciera. Un temblor se
apoderó del lugar y el humo manaba sumiéndolo todo en la mayor oscuridad…
Eammes
despertó de golpe sobre su cama. Respiraba agitado y sudaba presa de un pánico
que se sucedía noche tras noche. Era incapaz de comprender ese sueño que le
perseguía cada vez que cerraba los ojos.
Se
levantó del lecho a sabiendas de que no volvería a conciliar el sueño esa
noche. Con cuidado de que ella no despertara. Lo último que quería era
preocuparla con sus pesadillas.
Fue
hasta el aseo a tientas. Hundió las manos en la pila del agua y se humedeció el
rostro y la nuca para tratar de eliminar el rastro de la visión. A los pocos
segundos sintió unos brazos rodeando su cuerpo. Eammes se giró y la estrechó
con fuerza.
-
Mi amor, ¿qué haces levantada? – preguntó Eammes con
dulzura.
-
Te oí moverte en sueños, otra vez.
-
No debes preocuparte por eso.
-
Claro que me preocupo. No quiero que sigas así cuando yo
ya no esté.
Eammes
resopló, no quería escuchar hablar de su muerte.
- Aún no ha pasado. – contestó molesto por el hecho de que
ella se hubiese rendido.
Ella
se puso de puntillas para poder darle un beso en la mejilla. Sus más de dos
metros de alto suponían un problema para las muestras de afecto, y más aún
cuando ella no superaba el metro sesenta.
-
Vuelve a la cama, por favor. – rogó Eammes.
Ella
obedeció y Eammes se quedó quieto, observándola marchar. Pensando en cuántas
veces más podría deleitarse con su movimiento, en cuántas veces le quedaban
para disfrutar de su amor. Apretó los dientes con tanta fuerza que el mentón
comenzó a temblar. Tuvo que concentrarse en su rostro para no romper a llorar.
Tal
vez sus pesadillas tenían algo que ver con todo aquello. El sueño del metal
dorado había aparecido el mismo día que sus poderes empezaron a menguar. El
mismo día que intentó curar la enfermedad que apagaba poco a poco la vida de su
mujer. Siempre se había tenido por un hechicero poderoso, pero aquel día vio la
verdad de quién era: un pobre prestidigitador tan solo capaz de hacer trucos de
cartas.
Volvió
a la cama únicamente para abrazarse a ella, para dejar que durmiera entre sus
brazos mientras él grababa a fuego el recuerdo de su piel, de su olor, de su
rostro…
- ¿Por qué me contrataste? – preguntó Eammes sumido en sus
propios pensamientos.
-
¿Qué? – preguntó ella debatiéndose entre el sueño y la
vigilia.
-
En el circo. Por qué me escogiste a mí. Hay cientos de
magos por el mundo.
- Hay cientos de estafadores, Eammes. Tú tienes un don.
Siempre lo has tenido.
-
Humo, luces y espejos. Trucos baratos.
-
Ambos sabemos que eso no es cierto.
-
La única vez que he intentado utilizar mi don, como tú lo
llamas, no sirvió para nada.
-
Porque no crees en ti mismo.
Eammes
se quedó en silencio. No lograba comprender por qué ella sí creía en él a pesar
de no haber podido hacer nada para salvarla.
-
Si pudiera pedir un deseo sería que te vieras a través de
mis ojos. – dijo ella en un susurro, justo antes de quedarse dormida.
-
Ojala pudieras pedir ese deseo, así me cambiaría por ti.
Entonces
apareció en su mente una idea clara. Una idea que había estado durante mucho
tiempo en su subconsciente y que ahora tomaba forma de manera evidente. Sí
había algo que podía hacer.
Cumpliría
su deseo. Todo cuanto tenía que hacer era encontrar a la única criatura capaz
de tal hazaña. Debía perseguir sus sueños.
Había
pasado dos semanas tratando de averiguar el paradero de su presa. Una cosa era
buscar un genio y otra muy distinta saber dónde encontrarlo. Por suerte para
él, sus años en el circo le habían provisto de buenos contactos en el mundo del
espectáculo, y estaba seguro de que otros magos, al igual que él, poseían dones
más próximos a la magia que a la farándula.
Estaba
en lo cierto. A través de un viejo amigo consiguió el nombre de un faquir que
aun se mantenía en activo. Un hombre que según las malas lenguas había
recurrido a artes oscuras, pues realizaba pruebas que ningún otro era capaz de
obrar.
Eammes
acudió al circo en el que trabajaba. Decenas de personas hacían cola en la
entrada para el siguiente pase. La fama precedía al faquir. Entró como un
espectador más, y, como un espectador más, disfrutó y se sorprendió con lo que
vio allí. El faquir, que únicamente cubría su desnudez con un trapo en sus
caderas y dos brazaletes en sus muñecas, levitó ante sus ojos, perforó su torso
con un sable e incluso prendió fuego a todo su cuerpo sin sufrir el menor daño.
Tanto se adentró su mente en lo que sus ojos acababan de ver, que le resultó
muy sencillo esperar a que todo el mundo se hubiese marchado. Entonces se
introdujo entre bastidores, hasta el camerino del faquir.
Habría
llamado a la puerta de no ser porque en el interior, una voz se adelantó a su
intención.
-
Adelante.
Eammes
entró en el cuarto sin estar seguro de que la invitación fuera para él.
-
Hola Eammes. – saludó el hombre – Te esperaba hace unos
días.
-
¿Me esperabas? – balbuceó.
-
Toma asiento por favor.
El
faquir se vistió con una túnica blanca y sirvió dos tazas de té. Luego se sentó
junto a Eammes.
-
Mi tiempo es muy valioso. – dijo el faquir ante el
silencio de Eammes.
-
Yo… no esperaba que usted me esperara. Es decir…
-
No temas. Pregúntame lo que has venido a averiguar.
Eammes
carraspeó.
-
¿Sabe dónde puedo encontrar un genio?
- ¿Por qué quieres hallar uno? – preguntó el faquir
despreocupado, entre sorbo y sorbo a su taza de té.
-
Mi mujer se muere. Deseo cambiarme por ella.
-
Hace falta mucho valor para poner tu vida al servicio de
otra.
Eammes
asintió. No tenía miedo a la muerte si con ello podía salvar la vida de su
amada.
-
¿Puede ayudarme? – volvió a preguntar, impaciente.
-
Puedo. Aunque no exactamente de la forma que esperas.
-
Cualquier cosa me servirá.
El
faquir tomó aire y soltó un largo suspiro.
-
Los deseos son armas de doble filo. Toda magia conlleva
una consecuencia, y casi nunca es lo que los humanos esperan.
-
No tengo nada que perder.
-
¿No lo tienes?
Eammes
dudó. Había algo que él ignoraba y el faquir sabía.
-
Diga lo que me oculta.
- Un deseo no te dará un final feliz. Sin embargo, hay una
forma de salvar a tu mujer y a ti mismo.
Eammes
lo miró expectante. Si esa posibilidad existía, haría cualquier cosa.
El
faquir se levantó de la mesa, se acercó a un mueble y abrió un cajón que tenía
doble fondo. De la base sacó una pequeña lámpara de aceite. Una lámpara de
metal dorado, desgastada por el paso del tiempo, pero que relucía como si
tuviera luz propia.
Volvió
a la mesa y la colocó ante Eammes, que la miraba temiendo y deseando por igual
lo que podía significar.
Eammes
lanzó la mano hacia la lámpara, pero el faquir le detuvo creando una barrera
invisible ante ella.
-
No pensarías que después de doscientos años siendo mi
propio dueño me iba a entregar a ti. – comentó el faquir.
-
Solo necesito un deseo, por favor. – rogó Eammes.
-
Lo siento, yo ya no concedo deseos. Tuve que matar a mi
último amo para poder vivir fuera de la lámpara, y no tengo intención de volver
ahí. No obstante, si la quieres es tuya.
-
¿Qué?
-
Yo deseo ser libre, y tú deseas el poder de un genio.
-
Es imposible, yo no podría…
- De hecho, podrías. Y no hay muchos seres que cumplan los
requisitos. Únicamente un ser mágico de nacimiento, capaz de entregar su vida
por la de otros, puede ser un genio.
-
No quiero ser un genio.
-
Es tu decisión. Quizá encuentres otro antes de que muera.
Eammes
miró fijamente a la lámpara y resopló. El tiempo jugaba en su contra, tal vez
fuese una buena alternativa, pero había algo raro en todo aquello.
-
Tócala. – ordenó el faquir.
Eammes
acercó la mano suavemente a la lámpara.
El
roce de la piel con el metal hizo que su cuerpo se estremeciera. Revivía el
sueño que tanto tiempo le había atormentado. Por fin entendía su significado.
La
lámpara brillaba con fuerza. Un humo blanco empezó a manar del orificio y a
colocarse en espiral alrededor del brazo de Eammes.
-
Ella te quiere. – dijo el faquir.
-
¿Tendré poder para curarla?
- Como genio, vivirás esclavo de la lámpara y de quien la posea.
Tendrás todo el poder del universo dominado por estas malditas cadenas, pero
podrás salvar a tu mujer.
-
¿Qué tengo que hacer? – preguntó decidido.
El
faquir remangó la túnica dejando al descubierto dos brazaletes dorados sobre
ambas muñecas. Intentó tirar de uno de ellos, pero el metal se encendió
quemando la piel del faquir. La magia que le unía a ellos era demasiado fuerte,
impedía que pudiera retirarlos.
-
Quítamelos y póntelos tú.
Eammes
obedeció al faquir. Cuando sujetó con la mano el primero de los brazaletes,
este se aflojó sobre el brazo del hombre y salió con suma facilidad. Acto
seguido pasó el objeto por su propio brazo. Se deslizó por su piel como la
seda. Pero al soltarlo, se agarró con tanta fuerza a su cuerpo que creyó que le
rompería los huesos.
-
Duele. Lo sé. – dijo el faquir.
Eammes
se llenó de valor y repitió la operación con el otro brazalete. Cuando terminó,
ambos brazaletes empezaron a brillar con una luz cegadora. A su brillo se unió
la lámpara, que le reclamaba como suyo. Como su nuevo prisionero.
El
humo blanco se tornó negro e inundó toda la estancia.
- ¡No! – gritó Eammes al sentir el poder de la lámpara
tirando de él hacia su interior.
En
pocos segundos, el lugar donde antes estaba Eammes quedó vacío. El faquir rió
sabiéndose libre por fin. Tomó la lámpara entre sus manos y a punto estuvo de
frotarla. Pero no lo hizo.
-
Lo siento.
El
faquir abrió una ventana y lanzó la lámpara con toda la fuerza de la que
disponía. Alejándose de su maldición para siempre.
Continuará…
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